jueves, 31 de marzo de 2016

La insólita historia de Sautuola y Altamira


Un ensayo histórico de Alexis Pardillos
 
Corría el año 1875. D. Marcelino Sanz de Sautuola era un hombre culto y de gran curiosidad por el conocimiento, especialmente por la Historia y por todo aquello que le rodeaba. Pertenecía a una acaudalada familia montañesa cántabra y en su formación no habían faltado los medios para dotarle con una excepcional educación para la época y con unas exquisitas y refinadas formas aristocráticas.
Disponía Sanz de Sautuola de entusiasmo, conocimiento, contactos, tiempo y dinero, que era todo lo que en esos momentos hacía falta para emprender aquellas maravillosas y pioneras expediciones científicas que, durante todo aquel siglo XIX y principios del XX, fueron dando a conocer tantas maravillas de este mundo que habitamos.
 
 
D. Marcelino, que contaba por aquel entonces con 44 años de edad, residía en invierno en Madrid y en verano se alojaba en una casona familiar situada en la villa montañesa de Puente de San Miguel, dentro del municipio santanderino de Reocín. Y fue precisamente aquí donde aquel verano de 1875 escuchó a los paisanos del lugar hablar sobre el descubrimiento realizado, unos años antes, por un cazador que casualmente, y buscando a su perro extraviado, halló, tras unas piedras, una inmensa y majestuosa cueva en los prados de Altamira, en el vecino término municipal de Santillana del Mar.
Así fue como, ni corto ni perezoso, decidió don Marcelino emprender la aventura de localizar e investigar aquella portentosa oquedad, por si en ella pudiera hallar restos fósiles prehistóricos, tal y como era la tendencia científica en aquellos años del XIX.
El resultado fue verdaderamente satisfactorio, encontrando el investigador, no solo la cueva, sino también algunos restos fósiles de animales y algunas piezas de sílex talladas, que posteriormente su colega y amigo el geólogo Juan Vilanova, de la Universidad de Madrid, experto en Arqueología y Prehistoria, pudo autenticar e identificar como huesos de bisonte, ciervo megacero y caballo primitivo. Además don Marcelino pudo vislumbrar lo que parecían ser algunas formas rudimentarias pintadas con un pigmento color negro, pero a las que en un principio no atribuyó demasiada importancia.
Con aquellas satisfacciones quedó Sautuola contento, dejando de lado el tema de Altamira para dedicarse a otras cuestiones, tapiando la entrada de la cueva para su protección de los chiquillos, sin saber lo que en lo más cenital de aquellas salas cavernosas el destino le estaba reservando.
Tres años más tarde, en el año 1878, y en una sociedad en la que cada vez se hacía más candente el interés por el conocimiento del origen del hombre y en general de nuestro pasado, Sautuola visita la Exposición Universal de Paris, en donde se consolidan dos recientes disciplinas científicas: la Antropología y la Arqueología Prehistórica.
 
 
Es allí donde Sautuola queda de nuevo fascinado por lo avanzado en aquellas disciplinas históricas y por la cantidad de objetos prehistóricos que en la exposición se exhiben, y donde vuelve a resurgir su interés por las Cuevas de Altamira, pensando que su primera intervención fue vaga y que debiera volver a realizar alguna nueva prospección para profundizar en sus investigaciones e intentar encontrar nuevos vestigios arqueológicos que encumbraran el Patrimonio Español en aquellas inauguradas nuevas ciencias.
Así pues, en 1879, reanudó sus incursiones por la caverna santanderina, asesorado esta vez por su colega Vilanova y por Édouard Piette, un francés, nuevo erudito en Arqueología y Prehistoria.
En estos tiempos y en cierta ocasión, don Marcelino, decidió llevar a la cueva  a su pequeña hija, María, de 8 años de edad. Mientras el padre excavaba en el suelo de la gruta en busca de restos fósiles, su hija correteaba y jugaba por aquellas oscuras galerías a la luz de un quinqué. Fue entonces cuando, y así lo contaba Sautuola, tras decidir alumbrar el techo de cierta parte de la cueva, la pequeña María, absorta y sorprendida, exclamaba: ¡Papa, mira! ¡Ahí hay bueyes pintados!
Don Marcelino levantó la cabeza y observó, de repente, la más majestuosa obra pictórica que jamás había podido contemplar. Quedó completamente atónito y perplejo, no era para menos,  acababan de descubrir la “Capilla Sixtina” del Arte Prehistórico.
Bisontes, toros, caballos, todos ellos plasmados con un inusitado realismo y con un fascinante y colorido policromado, fantásticos, dignos de ser contemplados y admirados por toda la Humanidad presente y la que hubiera de venir en la posteridad.
Tras observar el prehistórico retablo y emocionado por el hallazgo, don Marcelino coge a su hija de la mano, monta en su carro y corriendo se dirige a su casa, desde dónde comienza su ardua campaña para comunicar el hallazgo a la comunidad científica.
 
 
 
Tras sus primeras comunicaciones, la mayoría de los expertos, escépticos por el hallazgo, comienzan a ultrajar y a vilipendiar a Sautuola, tachándole de farsante, diciendo que aquellas pinturas las pintó él o algún conocido suyo.

Incrédulos aquellos que no supieron ver y admirar en primicia aquella maravillosa multitud de fauna pintada con pigmentos naturales que ahora es sueño y deseo inalcanzable de casi cualquier individuo de la propia especie humana.

D. Marcelino Sanz de Sautuola, ante estas vicisitudes, tomó las decisiones de un hombre cabal, fiel a sus principios  y comprometido en todo momento con la Ciencia, incluso sabiendo que no sería un camino fácil y que encontraría, quizás, multitud de detractores por el camino. 

Pero, ¿hasta qué punto llegó D. Marcelino a sacrificar su vida por Altamira en aquella su última etapa de existencia?

Primeramente contó D. Marcelino su descubrimiento a su amigo Juan Vilanova, nada más viajar a Madrid, el cual, cauto aun por la magnificencia y la exhalación de virtud que el cántabro profería, no quedó convencido y admirado por el descubrimiento hasta que no lo vio con sus propios ojos, en cuanto tuvo oportunidad para viajar al norte de la península.
 
 
 
Posteriormente lanzó Sanz de Sautuola su descubrimiento y trabajo “Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander”, (Santander, 1880), en diversas publicaciones de toda Europa. El efecto fue devastador. La comunidad científica de pleno se opuso a admitir tal barbaridad histórica para aquella época en la que pensaban que el hombre primitivo, el que pudo haber habitado en muchas cavernas, era un mono tonto, sin capacidad de raciocinio ni sentimientos ni sensaciones.

Cartailhac, Mortillet y Virchov, entre otros, autoridades a nivel mundial en el tema de la Prehistoria, se negaron a aceptar aquella que era una Gran Verdad Universal. Que aquello, decían, no podía ser más que la obra de algún farsante o algún loco.

Ya en 1880, en Lisboa, en un congreso, con la “créme de la créme” europea del mundo de la Prehistoria y la Arqueología, fue, junto a su amigo Vilanova, su acérrimo defensor, humillado y vilipendiado por aquella multitud de ingratos.

Pero D. Marcelino, que era todo un caballero español, supo aguantar estoicamente, no solo este tipo de ofensas injustas sino muchas otras que no fueron capaces, de ningún modo, de eclipsar su constancia y la magnitud de su hallazgo.

En cualquier caso falleció, en 1888, D. Marcelino Sanz de Sautuola, sin ser reconocido su descubrimiento. Unos años más tarde comenzaron a encontrarse, en territorio francés, cuevas con grabados, similares en técnicas pero nunca en grandeza a las halladas por Sautuola. La Mouthe (1895), Les Combarelles  y Font de Gaume (1901), Marsoulas (1902), La Calevie y Bernifal (1903) y La Greze (1904).

La comunidad científica, al unísono, se rindió ante lo que era ya una evidencia irrefutable de que Altamira podía albergar el más maravilloso de los retablos prehistóricos del mundo, intuyendo que el hallazgo que D. Marcelino y su hija descubrieron aquel  verano de 1879 iba a resultar finalmente cierto.

Cartailhac, simbólicamente en nombre de aquella equivocada y soberbia comunidad de científicos, junto con Breuil, un cura de la nueva escuela, visitaron a la ya joven María, hija del buscador cántabro. Tras permitirles ésta el paso a la gruta e inspeccionar la Cueva de Altamira, Cartailhac, en el fondo hombre justo, no dudo en rehabilitar  la memoria de Sautuola desde la Ciencia, ante su propia tumba y ante su hija, primero, y posteriormente ante la sociedad.
En 1909 publican, estos dos últimos expertos en Prehistoria, el trabajo Las primitivas pinturas rupestres : estudio sobre la obra de La caverne d´Altamira.
El nombre de D. Marcelino Sanz de Sautuola, escrito en letras de oro permanece desde entonces en los anales de la Historia, como descubridor que fue, junto con su hija, de los Gloriosos y Universales grabados de arte rupestre de las Cuevas de Altamira, en Santander, Cantabria, España.
 
 
 
En homenaje póstumo a D. José Antonio Lasheras, Director que fue del Museo y apasionado de las Cuevas de Altamira, que nos abandonó este pasado febrero y, por su puesto, también en Memoria del mismísimo D. Marcelino Sanz de Sautuola, un hombre adelantado a su tiempo e injustamente tratado en aquellas épocas llenas de ignorante  e intransigente soberbia.