sábado, 14 de noviembre de 2015

HOWARD CARTER Y LA MALDICIÓN DE TUTANKAMÓN

Un ensayo histórico de Alexis Pardillos
Publicado en  www.conspiracionomentira.es el 29/9/2015





Tebas.  Egipto. Hacia 1354 a.C.

Tutankhatón, miraba al cielo desde un lujoso y emperifollado palco colgado en lo más alto de aquel imperial palacio faraónico y clamaba ante Amón y ante el pueblo en aquella exótica y jeroglífica antigua lengua egipcia:

-“¡Oh Amón que has reinado en la sombra durante estos últimos pero largos  años, oculta por los desviados pensamientos del que fue, oh Amón, antecesor mío! ¡Oh Amón, tú que me elegiste como emisario tuyo ante este pueblo noble y digno de los frutos con que sacias nuestro orgullo y nuestras despensas! ¡Oh Amón, desde este mismo momento todo ser viviente  deberá llamarme Tutankamón, en tu honor y presencia y Anksenpatón, mi esposa, será llamada por el nombre de Anksenamón, por tu misma gloria y causa!... “

Tutankamón era  el faraón de Egipto. El fue el elegido en vida  por Akenatón, gran faraón de faraones, emisario de los dioses, para llevar a cabo la gran tarea de dirigir aquel gran pueblo que florecía fértil en los márgenes del sagrado río Nilo.  Al fin y al cabo el era su propio hijo, aunque con otra fémina diferente a Nefertiti.

El joven rey  no solo había vuelto a rescatar el culto politeísta y la veneración suprema a Amón, desmoronando el legado monoteísta dejado por su padre y suegro Akenatón, el resplandor de Atón, dios del sol, sino que además trasladó de nuevo la capital de aquel Imperio Egipcio a  Tebas, de donde parecía no tenía que haberse nunca debido mover.

Aquella postura de Akenatón, bautizado Amenofis IV, de idolatrar solo a un dios, Atón, en la que incluso se llegaron a prohibir y destruir los iconos de otras deidades, venía en detrimento de la descentralización del poder en los sacerdotes y la burocracia que la diversificación de dioses generaba y que se había instaurado hegemónicamente en aquellos reinados de la dinastía XVIII.

Muchos fueron los que, al fallecer Akenatón, contentaron cuando su sucesor, Tutankhatón, renegó de ese monoteísmo y, ya Tutankamón, volvía a proclamar la liberalización de la veneración a múltiples dioses, otorgando de nuevo la relevancia que tenían a todos aquellos sacerdotes y funcionarios de la burocracia real faraónica.

Pero había alguno de ellos que todavía quería más…
La conspiración estaba ya organizada. Todos los protagonistas sabían cuál era su papel. Eje había sido sumo sacerdote durante el reinado pleno de Akenatón. Tras su máscara de fiel sumiso a la dinastía monárquica se escondía un pagano lleno de ansías de riqueza y poder. Todo giraba en torno a un solo Eje, y Teje era su esposa.
Aquel día Eje había convocado a unos agricultores para que en sus carruajes tirados por caballos mostraran la cosecha de uva recogida, con la cual se elaboraría el delicioso y bacanal vino, para sentido y regocijo de la corte y sacerdocio.
Era un día gris de la estación Shemu, los ibis iban ya migrando al Sur, hacia lugares más cálidos.
Eje había invitado a Tutankamón a presenciar la exhibición vitícola, y honroso, aunque inquieto, el faraón había aceptado la invitación del sumo sacerdote. Y allí mismo, al lado de palacio había quedado el sumo sacerdote con el joven reinante. Y allí se personó, con la puntualidad que le caracterizaba, el ingenuo faraón. No se imaginaba Tutankamón lo que momentos más tarde iba acontecerle.
Un carruaje de dos ruedas tirado por un caballo se aproximaba desbocado hacia el lugar señalado. El faraón, incauto, asido al hombro por Eje, infame protector, que parecía tenerle agarrado con seguridad, se sintió, por un instante, protegido. Lejos, no obstante, aquel, de querer proteger al endeble y real púber, le propició un empujón hacia delante a la vez que le ponía una vil zancadilla. Magnicida y faraónica zancadilla.
Tan mala desgracia tuvo Tutankamón que justo al hincar sus sagradas rodillas en la dura piedra, justo en el mismo momento en que su cabeza levitaba dudosa hacia qué sentido dirigir su caída, en ese preciso instante, el carro, desbocado, pasaba fulgurante, como una centella, por delante de aquel  séquito, repleto de uvas, y de muerte. Aquella gruesa y vetusta rueda golpeaba brutalmente el débil y joven cráneo del faraón.
Y aquel destino no había sido propiciado por los dioses. Aquellas ruedas habían sido giradas por el mismo Eje.
Todo se definió como un accidente, un tropiezo. Menudo tejemaneje el de Eje y Teje. Se habían cumplido sus deseos.  ¡Qué mala uva!
Así pues,  Anksenamón, como no había tenido descendencia con Tutankamón,  lógico por su corta edad, ahora cumpliría quince años, tenía un plazo de setenta días para encontrar un esposo si quería continuar con la dinastía. Setenta eran los días que duraba el embalsamamiento,  tras los cuales se procedía a la sepultura y enterramiento.
Parece que Eje no quería dejar ni siquiera testigos futuros del brutal crimen y encargó a los científicos más eruditos del momento la elaboración de algo muy especial. Era el ántrax de los egipcios, capaz de provocar sofocantes y ralentizadas muertes. Entre los bálsamos y resinas para la momificación parece que pudieron introducir ciertos organismos que más tarde podrían tener consecuencias nefastas en quienes estuvieran a ellos expuestos. Por otro lado sería una manera de propiciar el sosiego de los muertos y, desde luego, lo era para legitimar las maldiciones de los faraones, algunas de ellas, al menos, como la presente, intrigante.
A pesar de los esfuerzos de Anksenamón por encontrar marido entre los hijos de Schupiluliuma, rey de los hititas, el tiempo y manos negras consiguen el retraso de cualquier matrimonio, con lo cual Eje se erige como faraón junto a Anksenamón y Tutankamón es discreta, pero faraónicamente, enterrado, eso sí repleto de arte y mucho oro.
De rodillas, junto a la entrada del faraónico sepulcro, en aquella antesala, quedaba Anksenamón postrada en solemne despedida de su amado y hermanastro esposo. Y allí mismo, a los pies de la puerta, depositaba un ramillete de silvestres y aromáticas flores, para que su frescura y olor le acompañaran allá donde ahora iba a dirigirse, a ese misterioso y mágico mundo de los muertos.
No queriendo fervientemente Eje que se profanara la tumba, en un nuevo intento de ocultamiento de las circunstancias del dramático acontecimiento, imprime en varios sellos mensajes disuasorios en aquel simbólico lenguaje jeroglífico, avisando, de alguna manera, de aquel mejunje fúngico al que se enfrentaría el que osara profanar el faraónico sepulcro…
 
Bad Swalbach. Alemania. Hacia 1900 de nuestra Era.
 
Un carro tirado por dos bueyes obstaculiza una carretera estrecha, de esas por las que casi nunca pasa nadie, pero que en esta ocasión venía siendo transitada, aproximándose a gran velocidad, uno de aquellos modernos y flamantes vehículos de motor que habían revolucionado las capitales europeas a principios del siglo XX. La carretera era recta y justo donde se encontraban los bueyes estaba semihundida a consecuencia de un profundo socavón. El conductor, que no vio la escena hasta que no se encontraba a escasos metros de la misma, debió, a su encuentro, dar un volantazo, precipitándose contra un murete de piedras amontonadas en la cuneta. Los pasajeros eran foráneos de aquellas tierras germanas. Uno de ellos, el copiloto, que logró salir primero del vehículo, sacó al conductor, que se hallaba, sin conocimiento, aprisionado entre la ligera estructura del aparato y el montículo pedregoso. Una garrafa de agua sobre su cabeza bastó para volver a reanimar el corazón de aquel turista de cuatro ruedas.
El turista era Lord Carnarvon, un adinerado miembro de la Merry Old England británica. De su padre había heredado una inmensa fortuna y se dedicaba a vivir la vida como un playboy, viajando y disfrutando de todos los lujos y caprichos que en aquella época un humano se podía propiciar. Ya desde su invención, los coches habían sido su devoción y, experto conductor, era raro el verano que no recorría con su vehículo, siempre de última generación, los confines de aquella Europa de la belle-époque. El copiloto, su fiel mecánico, que siempre le acompañaba, en esta ocasión, había salvado su vida.
Lord Carnarvon sobrevivió a este accidente pero su salud quedó notablemente dañada. Su médico le recomienda, así pues, que viaje a Egipto, ya que el clima de El Cairo, con una humedad relativa del aire bastante baja, era ideal para convalecer dolencias como la suya.  Dicho y hecho. En 1903 Lord Carnarvon pasa su primer invierno en El Cairo. El contacto sobre el terreno y la curiosidad de Carnarvon hacen de él un experto aficionado a la Arqueología. Así pues, imaginen, con todo su capital, se convierte en todo un mecenas de la investigación histórica.
Howard Carter era un Arqueólogo con mucho entusiasmo. Llevaba excavando en Egipto desde 1890. Carter, que había nacido en Londres en 1873, fue miembro de la Misión Arqueológica de Egipto y nombrado Jefe de la Sección de Antigüedades.
Ya había descubierto dos tumbas en el Valle de los Reyes para el norteamericano Theodore Davis, pero lo infructuoso de las excavaciones durante los primeros años del siglo XX hicieron desistir al americano y Carter se adhirió a Carnarvon, que buscaba ansioso financiar alguna relevante aventura.
Carter y Carnarvon buscaron incansablemente la tumba de Tutankamón. El profesor presumía que sabía su ubicación, en una triangulatura mágica,la formada por las tumbas de Ramses II, Merempta y Ramses VI, dentro del colosal Valle de los Reyes. Una caja y unas vasijas de barro encontradas para Davis delataban la existencia de aquel miembro de la realeza en las proximidades. Y lo buscaron y buscaron durante siete largos años. Pero no hallaron nada.
 

El Cairo. Egipto. 4 de Noviembre de 1922

Un hombre se aproxima a unas ruinas a lomos de un mulo. Era Howard Carter. Con aquella puntualidad británica con que acostumbraba se dirigía, como cada mañana, a la excavación en curso. En este caso la excavación fue emprendida el 28 de octubre, sin Lord Carnavon, pero con su esencia, que era de una importancia capital.  La zona elegida para realizar la zanja partía desde aquella tumba de Ramsés VI.
Bajo los pies de la tumba de aquel faraón, Carter, había encontrado, años atrás, los cimientos de pedernal de las chozas donde parece residieron los obreros que dieron forma a aquellas  funerarias construcciones.

Las zanjas que se habían emprendido hacia el Sur de aquella tumba de Ramsés VI atravesaban cierta parte de aquellos cimientos y no era extraño que en su trazado se encontraran con alguna sorpresa.
Y aquel iba a ser el día elegido por el destino para avanzar los primeros escalones hacia el sepulcro de Tutankamón.
El capataz de la excavación corría hacia el arqueólogo y éste, nada más bajar de su equino, recibía la grata noticia. El equipo de excavadores acababa de encontrar una escalera de roca.
El hallazgo dentro de aquella triangulatura iba a suponer un descubrimiento redondo, tal y como Carter había cuadrado. Sería de lo más hablado dentro del círculo.
Y esta iba a ser la escalera de acceso a tan enigmática embajada. Probablemente el mayor descubrimiento que el británico iría a realizar en su vida.

A lo largo de los días fueron despejando peldaños de aquella escalera hasta llegar a una magnífica puerta que parecía no haber sido profanada, hasta ese momento. En la misma, grabado, el símbolo del Valle de los Muertos, un chacal y nueve prisioneros.
Howard Carter esperó a que su patrón volviera de viaje antes de proseguir con las excavaciones, tapando el acceso a las mismas. Lord Carnarvon regresó precipitadamente con su hija al recibir las noticias que Howard le había trasmitido por telegrama y el 24 de noviembre, todos presentes, se procedía a la reapertura de lo tapiado.
Al día siguiente se dispuso el fotografiado de los sellos de la puerta y, a continuación, a su rotura. Tras acceder a un estrecho pasillo, se encontraron por los suelos con fragmentos de vasos de alabastro y de sellos. Parece que la tumba había sido abierta y vuelta a sellar, para no delatar su profanación. Unos diez metros más adelante encontrarían otra puerta. En esta ocasión la precintaban sellos de la Ciudad de los Muertos y también del mismísimo Tutankamón y, posteriormente, se comprobó que ésta sería la antecámara a otra cámara principal. Carter agujereó el lado superior izquierdo de aquel muro y tras introducir una vara y una vela, para verificar la inexistencia de gases esta última, asomó su cuerpo por el pequeño agujero alumbrando el interior con la débil candela.


-          ¿ Ve Ud. algo, Carter? – Preguntó Carnarvon.

-          Si, maravillas. – Respondió el absorto Carter.

Una gran copa de alabastro, carros volcados con adornos en oro y cristal, lechos de oro, urnas, una estatua y un sitial de oro. No había ningún sarcófago. Todo se inventarió convenientemente. Todo salvo un objeto. Una tablilla de arcilla donde aparecían unos jeroglíficos que se había encontrado en la antecámara. Cuando se tradujo el contenido del mensaje se borró todo rastro de la existencia de la misma y final y misteriosamente se perdió. La traducción de la inscripción decía así:

LA MUERTE GOLPEARÁ CON SU BIELDO A  AQUEL QUE OSE PERTURBAR LA MUERTE DEL FARAÓN

No había que hacer caso a mensajes disuasorios de esta índole y, además, bajo ningún concepto el equipo de trabajadores egipcios debía conocer la existencia de aquella tablilla. En alguna ocasión las supersticiones locales habían frustrado alguna excavación en su momento más álgido debido a malditos mensajes como este.
Tras aquella antecámara estaba la cámara principal. Nadie sabía si allí se encontrarían los restos de aquel joven faraón, Neb-jeperu Ra Tut-anj-Amon, que comenzando su reinado a la tierna edad de 12 años, mantuvo el poder hasta el momento de su traumática muerte, seis años más tarde, cuando contaba con tan solo 18.

Éste iba a ser el descubrimiento arqueológico del siglo. Carter había reunido a un grupo multidisciplinar de técnicos y autoridades. Arqueólogos, fotógrafos, dibujantes y especialistas en diversas disciplinas, además de diferentes personalidades como el Ministro de Obras Públicas egipcio, el director general y el inspector general de la Administración de Antigüedades y el director de la sección de Egiptología del Metropolitan Museum de Nueva York.  En total se reunieron en aquella experiencia 20 personas. El London Times iría a cubrir en exclusiva el descubrimiento. Ninguno de ellos se imaginaba lo que iba a acontecer en los tiempos inmediatamente posteriores.

El 13 de febrero de 1923 se procedía a abrir la cámara principal. Carter y Carnarvon, a golpe de escoplo y martillo, hicieron un pequeño agujero. Tras asomar sus cabezas solo pudieron ver una cosa a su alrededor, oro. Eran paredes de oro las que forraban este majestuoso pero pequeño habitáculo, de apenas 5 metros de largo por unos 3,3 de ancho. En su interior, cuatro capillas recubiertas de oro encajadas unas dentro de otras. Y en la más interna de aquellas capillas, un gran féretro de oro reposaba, majestuoso, inerte, dormido. Cuando con mucha suavidad el dorado sepulcro se abrió apareció en su interior otro féretro de dimensiones inferiores a este primero, y dentro, otro de oro macizo. Dentro se hallaba el faraón, protegido, aun más, con su deslumbrante máscara, también, de oro.
La gran sorpresa de los intrépidos arqueólogos fue comprobar que los sellos de aquellos últimos féretros estaban intactos. Nadie hasta ese mismo momento había visto lo que instantes más tarde iban a contemplar.

Eran momentos intensos. Desde que entraron en aquella cámara habían experimentado ambos, Carter y Carnarvon, un extraño estado de conciencia. Una ensoñación onírica inundó, por momentos, sus sentidos. Todas las puertas de la venerable tumba se iban abriendo hasta que al final, tras la última puerta, salía el faraón de su sarcófago, a su encuentro…

Y allí se encontraba, más de tres mil años después. Los restos mortales de aquel inquietante faraón estaban muy cerca de ver la luz. El conjunto  se llevó a El Cairo. La tumba se catalogó con el código KV62.
Fueron fechas apoteósicas para unos, terribles y dramáticas para casi todos.

A comienzos de abril de ese mismo año, Carter, recibía la noticia de que Carnarvon había caído gravemente enfermo. Una mañana comenzó a sentirse mal. Tenía 40 grados de fiebre y le azotaban recurrentes escalofríos. Postrado y debilitado, no tardaría la suya en ser la primera extraña muerte que alimentara la existencia de la intrigante Maldición del Faraón Tutankamón. No pasaron más de quince días para que acabara por fallecer. Justo tras el momento de su muerte, El Cairo sufrió un completo y misterioso apagón.
Según su hermana, que allí se encontraba por la gravedad del asunto, su hermano en los últimos momentos desvariaba y no cesaba de nombrar a Tutankamón. Según aquélla, sus últimas palabras fueron “He escuchado su llamada y le sigo”.

Además, según pudo saber su hijo, la perra foxterrier de su padre, que vivía en Inglaterra y que adoraba a su amo, murió, repentinamente, justo a la misma hora en que lo hizo el extrovertido Lord en Egipto.
Ese mismo año fallecía el arqueólogo Arthur C. Mace. Él había retirado la última piedra del acceso a la cámara principal. Nada más morir el Lord inglés, comenzó a sentir un inmenso cansancio, constante, hasta que cayó inconsciente. Murió en el mismo hotel que Carnarvon.

George Jay-Gould, era un multimillonario norteamericano amigo de Carnarvon. Había volado a El Cairo para despedirse de su amigo. Interesado por la tumba le rogó a Carter si podía mostrársela. Dicho y hecho. Carter organizó una excursión por el Valle de los Reyes para concluir con la exhibición de la fascinante tumba.

Al día siguiente, por la mañana, en el hotel, sufría Jay-Gould un acceso de fiebre y al caer la noche, misteriosamente, perecía. Los médicos, reservados en principio, manifestaron posteriormente síntomas de muerte por peste bubónica.
Las noticias de las muertes hicieron correr ríos de tinta. La Maldición de Tutankamón estaba, no solo en la conciencia, sino en boca de todos. Mientras tanto, Carter, proseguía estudiando el yacimiento.

Otro millonario, el industrial inglés Joel Woolf, tras visitar la tumba y embarcar hacía Inglaterra, moría de fiebres a bordo del barco.
Un año más tarde, el radiólogo Archibald Douglas Reed, aquel que cortara el primer trozo de venda de la momia para su posterior examen radiológico, moriría, tras llegar a Inglaterra, de continuados vahídos.

No sería hasta más de dos años y medio después, en noviembre de 1925, cuando se practicara la complicada autopsia de aquella respetable momia. Antes, mientras y después de ir quitando los adheridos vendajes, los forenses, junto a Carter, fueron encontrando multitud de amuletos en los más nobles y refinados materiales. Hasta un total de 143 se hallaron. Y las conclusiones de la autopsia fueron claras. Un adolescente, sin llegar a desarrollarse, de unos 18 años, con unos 1,67 mts. de altura y con un fuerte traumatismo en el lado izquierdo del cráneo que le produjo un coagulo de sangre bajo las meninges, causa evidente de su muerte.
La enigmática leyenda de la maldición seguía fascinando y creciendo.

En muy pocos años, veintidós de las personas que transitaron por aquella tumba faraónica habían muerto en extrañas circunstancias, trece de las cuales habían participado activamente en el descubrimiento.
Arqueólogos, profesores de universidades, expertos, asistentes, iban cayendo afectados por fiebres, embolias, vahídos…

En 1929, la viuda de Lord Carnarvon muere por la que determinan picadura de un insecto.
Y aquella muerte de la perrita, tras morir su dueño en la distancia, no fue la única muerte encadenada. En ese mismo año, 1929, fallece el que fuera secretario de Howard Carter, Richard Bathell. Tras encontrarlo muerto en la cama por una embolia y comunicárselo a su padre en Londres, éste se arrojó por la ventana. El coche fúnebre con los restos del progenitor atropelló, en su recorrido al camposanto, a un niño, que engrosando tristemente la escabrosa lista de muertos, perdió la vida.

Pero más allá de la trascendencia que tuvo aquella concatenación de muertes naturales relacionadas con la maldición de aquel púber faraón egipcio, que realmente fue conmovedora, quedó el descubrimiento que supuso para la ciencia el increíble hallazgo de aquellos restos, tan antiguos pero tan intactos, y todo aquel ajuar, y toda aquella magia que fascinó y siempre fascinará a la Humanidad.

Carter, que no solo sobrevivió a la maldición sino que prosiguió con su tarea de catalogación de las piezas del yacimiento durante casi diez años, finalmente se retiró de la Arqueología dedicándose, posteriormente, a la asesoría de museos y coleccionistas particulares.
En 1931 anunció que viajaría a Asia Menor en busca de la tumba de Alejandro Magno. Todo un entusiasta buscador. No llegó a embarcarse en tal empresa pero la Universidad de Yale, ese mismo año, le concedió el título de Doctor Honoris Causa y la Real Academia de Historia le hizo  miembro honorífico.

En 1936, a la edad de 64 años, Howard Carter fallecería, en Londres, por causas naturales, habiendo esquivado la ineludible mano de la muerte y deslegitimado, de ese modo, la Maldición de Tutankamón.

En 1962, Ezzeddin Taha, Médico biólogo de la Universidad de El Cairo, creyó haber descubierto la verdadera causa de las muertes que enaltecieron la sombra del faraón Tutankamón.
A través del estudio de multitud de casos, pues incluso antes del insigne descubrimiento no eran extrañas las muertes prematuras de arqueólogos por circunstancias desconocidas, y a través de la utilización del microscopio electrónico, en el Instituto de Microbiología, parecía haber detectado diversos agentes patógenos, como el Aspergillus niger.

Estos hongos,  presentes en muchos pacientes que habían manipulado objetos antiguos como momias o papiros, podían ser causa de múltiples afecciones como fiebres o inflamaciones respiratorias. En cualquier caso, y según Taha, todas aquellas muertes ocasionadas por las maldiciones de los faraones podían haber sido combatidas con los actuales antibióticos.

¿Pudieron los embalsamadores preparar entre sus ungüentos formulas magistrales con aquellos hongos patógenos a conciencia de que podrían causar graves daños si se producían exposiciones futuras a los mismos?  ¿Sería algún tipo de radiación isotópica, componente de algún amuleto de los que acompañaba el féretro, responsable de tan repentinas defunciones, como también se llegó a barajar?
Al saber que los sumos sacerdotes eran conocedores de fórmulas y remedios naturales con plantas y raíces, me inclinaría por pensar en el conocimiento, por éstos, de aquellos elementos del reino fúngico nocivos para nuestro organismo, tal y como pudieron deducir en el desarrollo ficticio que humildemente propuse sobre el embalsamamiento de Tutankamón por Eje.

No quedaron, no obstante, todas las extrañas muertes resueltas con aquella teoría patógena del Aspergillus.


El Cairo. Egipto. Invierno de 1962.


La carretera que une El Cairo con Suez es una vía, a través del desierto, de esas por las que casi nunca pasa nadie, pero que en esta ocasión venía siendo transitada por dos vehículos que, aunque ordenadamente, cada cual en su carril correspondiente, se aproximaban el uno al otro. Justo en el momento en que ambos coches procedían a cruzarse en aquel punto de la carretera, justo en el momento en que el alcance de los dos vehículos podía ser peligroso para ambos, uno de los automóviles daba un volantazo a la izquierda e impactaba violentamente con el contrario, que correctamente dirigía su marcha. Los ocupantes de este último vehículo resultaron gravemente heridos. Los tres ocupantes del coche que había provocado el accidente morirían en el acto. El conductor era el médico Taha y los ocupantes dos de sus colaboradores. Según reveló la autopsia, el conductor sufrió una embolia lo que produjo el fatídico desenlace.

 
 





 

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