Publicado en www.conspiracionomentira.es el 29/9/2015
Tebas. Egipto. Hacia 1354
a.C.
Tutankhatón, miraba al cielo desde un lujoso y emperifollado palco colgado
en lo más alto de aquel imperial palacio faraónico y clamaba ante Amón y ante
el pueblo en aquella exótica y jeroglífica antigua lengua egipcia:
-“¡Oh Amón que has reinado en la sombra durante estos últimos pero
largos años, oculta por los desviados
pensamientos del que fue, oh Amón, antecesor mío! ¡Oh Amón, tú que me elegiste
como emisario tuyo ante este pueblo noble y digno de los frutos con que sacias
nuestro orgullo y nuestras despensas! ¡Oh Amón, desde este mismo momento todo
ser viviente deberá llamarme Tutankamón,
en tu honor y presencia y Anksenpatón, mi esposa, será llamada por el nombre de
Anksenamón, por tu misma gloria y causa!... “
Tutankamón era el faraón de
Egipto. El fue el elegido en vida por Akenatón, gran faraón de faraones, emisario
de los dioses, para llevar a cabo la gran tarea de dirigir aquel gran pueblo
que florecía fértil en los márgenes del sagrado río Nilo. Al fin y al cabo el era su propio hijo, aunque
con otra fémina diferente a Nefertiti.
El joven rey no solo había vuelto a rescatar el culto
politeísta y la veneración suprema a Amón,
desmoronando el legado monoteísta dejado por su padre y suegro Akenatón, el resplandor de Atón, dios del sol, sino que además trasladó de
nuevo la capital de aquel Imperio Egipcio a Tebas, de donde parecía no tenía que haberse
nunca debido mover.
Aquella postura de Akenatón, bautizado Amenofis IV, de idolatrar solo a un dios, Atón, en la que incluso se llegaron a prohibir y destruir los
iconos de otras deidades, venía en detrimento de la descentralización del poder
en los sacerdotes y la burocracia que la diversificación de dioses generaba y
que se había instaurado hegemónicamente en aquellos reinados de la dinastía
XVIII.
Muchos fueron los que, al
fallecer Akenatón, contentaron cuando
su sucesor, Tutankhatón, renegó de
ese monoteísmo y, ya Tutankamón,
volvía a proclamar la liberalización de la veneración a múltiples dioses,
otorgando de nuevo la relevancia que tenían a todos aquellos sacerdotes y funcionarios
de la burocracia real faraónica.
Pero había alguno de ellos que todavía
quería más…
La conspiración estaba ya
organizada. Todos los protagonistas sabían cuál era su papel. Eje había sido
sumo sacerdote durante el reinado pleno de Akenatón.
Tras su máscara de fiel sumiso a la dinastía monárquica se escondía un pagano
lleno de ansías de riqueza y poder. Todo giraba en torno a un solo Eje, y Teje era su esposa.
Aquel día Eje había convocado a unos agricultores para que en sus carruajes
tirados por caballos mostraran la cosecha de uva recogida, con la cual se
elaboraría el delicioso y bacanal vino, para sentido y regocijo de la corte y sacerdocio.
Era un día gris de la estación Shemu, los ibis iban ya migrando al
Sur, hacia lugares más cálidos.
Eje había invitado a Tutankamón
a presenciar la exhibición vitícola, y honroso, aunque inquieto, el faraón
había aceptado la invitación del sumo sacerdote. Y allí mismo, al lado de palacio
había quedado el sumo sacerdote con el joven reinante. Y allí se personó, con
la puntualidad que le caracterizaba, el ingenuo faraón. No se imaginaba Tutankamón lo que momentos más tarde iba
acontecerle.
Un carruaje de dos ruedas tirado
por un caballo se aproximaba desbocado hacia el lugar señalado. El faraón,
incauto, asido al hombro por Eje,
infame protector, que parecía tenerle agarrado con seguridad, se sintió, por un
instante, protegido. Lejos, no obstante, aquel, de querer proteger al endeble y
real púber, le propició un empujón hacia delante a la vez que le ponía una vil zancadilla.
Magnicida y faraónica zancadilla.
Tan mala desgracia tuvo Tutankamón que justo al hincar sus
sagradas rodillas en la dura piedra, justo en el mismo momento en que su cabeza
levitaba dudosa hacia qué sentido dirigir su caída, en ese preciso instante, el
carro, desbocado, pasaba fulgurante, como una centella, por delante de aquel séquito, repleto de uvas, y de muerte. Aquella
gruesa y vetusta rueda golpeaba brutalmente el débil y joven cráneo del faraón.
Y aquel destino no había sido
propiciado por los dioses. Aquellas ruedas habían sido giradas por el mismo Eje.
Todo se definió como un
accidente, un tropiezo. Menudo tejemaneje el de Eje y Teje. Se habían
cumplido sus deseos. ¡Qué mala uva!
Así pues, Anksenamón,
como no había tenido descendencia con Tutankamón, lógico por su corta edad, ahora cumpliría
quince años, tenía un plazo de setenta días para encontrar un esposo si quería
continuar con la dinastía. Setenta eran los días que duraba el embalsamamiento,
tras los cuales se procedía a la
sepultura y enterramiento.
Parece que Eje no quería dejar ni siquiera testigos futuros del brutal crimen
y encargó a los científicos más eruditos del momento la elaboración de algo muy
especial. Era el ántrax de los egipcios, capaz de provocar sofocantes y
ralentizadas muertes. Entre los bálsamos y resinas para la momificación parece
que pudieron introducir ciertos organismos que más tarde podrían tener
consecuencias nefastas en quienes estuvieran a ellos expuestos. Por otro lado
sería una manera de propiciar el sosiego de los muertos y, desde luego, lo era
para legitimar las maldiciones de los faraones, algunas de ellas, al menos,
como la presente, intrigante.
A pesar de los esfuerzos de Anksenamón por encontrar marido entre
los hijos de Schupiluliuma, rey de
los hititas, el tiempo y manos negras
consiguen el retraso de cualquier matrimonio, con lo cual Eje se erige como faraón junto a Anksenamón y Tutankamón es
discreta, pero faraónicamente, enterrado, eso sí repleto de arte y mucho oro.
De rodillas, junto a la entrada
del faraónico sepulcro, en aquella antesala, quedaba Anksenamón postrada en solemne despedida de su amado y hermanastro
esposo. Y allí mismo, a los pies de la puerta, depositaba un ramillete de
silvestres y aromáticas flores, para que su frescura y olor le acompañaran allá
donde ahora iba a dirigirse, a ese misterioso y mágico mundo de los muertos.
No queriendo fervientemente Eje que se profanara la tumba, en un
nuevo intento de ocultamiento de las circunstancias del dramático
acontecimiento, imprime en varios sellos mensajes disuasorios en aquel simbólico
lenguaje jeroglífico, avisando, de alguna manera, de aquel mejunje fúngico al
que se enfrentaría el que osara profanar el faraónico sepulcro…
Bad Swalbach. Alemania. Hacia 1900 de nuestra Era.
Un carro tirado por dos bueyes
obstaculiza una carretera estrecha, de esas por las que casi nunca pasa nadie,
pero que en esta ocasión venía siendo transitada, aproximándose a gran
velocidad, uno de aquellos modernos y flamantes vehículos de motor que habían
revolucionado las capitales europeas a principios del siglo XX. La carretera
era recta y justo donde se encontraban los bueyes estaba semihundida a
consecuencia de un profundo socavón. El conductor, que no vio la escena hasta
que no se encontraba a escasos metros de la misma, debió, a su encuentro, dar
un volantazo, precipitándose contra un murete de piedras amontonadas en la
cuneta. Los pasajeros eran foráneos de aquellas tierras germanas. Uno de ellos,
el copiloto, que logró salir primero del vehículo, sacó al conductor, que se
hallaba, sin conocimiento, aprisionado entre la ligera estructura del aparato y
el montículo pedregoso. Una garrafa de agua sobre su cabeza bastó para volver a
reanimar el corazón de aquel turista de cuatro ruedas.
El turista era Lord Carnarvon, un
adinerado miembro de la Merry Old England británica. De su padre había heredado
una inmensa fortuna y se dedicaba a vivir la vida como un playboy, viajando y
disfrutando de todos los lujos y caprichos que en aquella época un humano se
podía propiciar. Ya desde su invención, los coches habían sido su devoción y,
experto conductor, era raro el verano que no recorría con su vehículo, siempre
de última generación, los confines de aquella Europa de la belle-époque. El
copiloto, su fiel mecánico, que siempre le acompañaba, en esta ocasión, había salvado
su vida.
Lord Carnarvon sobrevivió a este
accidente pero su salud quedó notablemente dañada. Su médico le recomienda, así
pues, que viaje a Egipto, ya que el clima de El Cairo, con una humedad relativa
del aire bastante baja, era ideal para convalecer dolencias como la suya. Dicho y hecho. En 1903 Lord Carnarvon pasa su
primer invierno en El Cairo. El contacto sobre el terreno y la curiosidad de
Carnarvon hacen de él un experto aficionado a la Arqueología. Así pues,
imaginen, con todo su capital, se convierte en todo un mecenas de la
investigación histórica.
Howard Carter era un Arqueólogo
con mucho entusiasmo. Llevaba excavando en Egipto desde 1890. Carter, que había
nacido en Londres en 1873, fue miembro de la Misión Arqueológica de Egipto y
nombrado Jefe de la Sección de Antigüedades.
Ya había descubierto dos tumbas
en el Valle de los Reyes para el norteamericano Theodore Davis, pero lo
infructuoso de las excavaciones durante los primeros años del siglo XX hicieron
desistir al americano y Carter se adhirió a Carnarvon, que buscaba ansioso
financiar alguna relevante aventura.
Carter y Carnarvon buscaron
incansablemente la tumba de Tutankamón.
El profesor presumía que sabía su ubicación, en una triangulatura mágica,la
formada por las tumbas de Ramses II, Merempta y Ramses VI, dentro del colosal Valle de los Reyes. Una caja y unas
vasijas de barro encontradas para Davis delataban la existencia de aquel
miembro de la realeza en las proximidades. Y lo buscaron y buscaron durante
siete largos años. Pero no hallaron nada.
El Cairo. Egipto. 4 de
Noviembre de 1922
Un hombre se aproxima a unas
ruinas a lomos de un mulo. Era Howard Carter. Con aquella puntualidad británica
con que acostumbraba se dirigía, como cada mañana, a la excavación en curso. En
este caso la excavación fue emprendida el 28 de octubre, sin Lord Carnavon,
pero con su esencia, que era de una importancia capital. La zona elegida para realizar la zanja partía
desde aquella tumba de Ramsés VI.
Bajo los pies de la tumba de
aquel faraón, Carter, había encontrado, años atrás, los cimientos de pedernal
de las chozas donde parece residieron los obreros que dieron forma a aquellas funerarias construcciones.
Las zanjas que se habían
emprendido hacia el Sur de aquella tumba de Ramsés VI atravesaban cierta parte
de aquellos cimientos y no era extraño que en su trazado se encontraran con
alguna sorpresa.
Y aquel iba a ser el día elegido
por el destino para avanzar los primeros escalones hacia el sepulcro de
Tutankamón.
El capataz de la excavación
corría hacia el arqueólogo y éste, nada más bajar de su equino, recibía la
grata noticia. El equipo de excavadores acababa de encontrar una escalera de
roca.
El hallazgo dentro de aquella
triangulatura iba a suponer un descubrimiento redondo, tal y como Carter había
cuadrado. Sería de lo más hablado dentro del círculo.
Y esta iba a ser la escalera de
acceso a tan enigmática embajada. Probablemente el mayor descubrimiento que el
británico iría a realizar en su vida.
A lo largo de los días fueron
despejando peldaños de aquella escalera hasta llegar a una magnífica puerta que
parecía no haber sido profanada, hasta ese momento. En la misma, grabado, el
símbolo del Valle de los Muertos, un chacal y nueve prisioneros.
Howard Carter esperó a que su
patrón volviera de viaje antes de proseguir con las excavaciones, tapando el
acceso a las mismas. Lord Carnarvon regresó precipitadamente con su hija al
recibir las noticias que Howard le había trasmitido por telegrama y el 24 de
noviembre, todos presentes, se procedía a la reapertura de lo tapiado.
Al día siguiente se dispuso el
fotografiado de los sellos de la puerta y, a continuación, a su rotura. Tras
acceder a un estrecho pasillo, se encontraron por los suelos con fragmentos de
vasos de alabastro y de sellos. Parece que la tumba había sido abierta y vuelta
a sellar, para no delatar su profanación. Unos diez metros más adelante encontrarían
otra puerta. En esta ocasión la precintaban sellos de la Ciudad de los Muertos
y también del mismísimo Tutankamón y, posteriormente, se comprobó que ésta sería
la antecámara a otra cámara principal. Carter agujereó el lado superior
izquierdo de aquel muro y tras introducir una vara y una vela, para verificar
la inexistencia de gases esta última, asomó su cuerpo por el pequeño agujero
alumbrando el interior con la débil candela.
-
¿ Ve Ud. algo, Carter? – Preguntó Carnarvon.
-
Si, maravillas. – Respondió el absorto Carter.
Una gran copa de alabastro,
carros volcados con adornos en oro y cristal, lechos de oro, urnas, una estatua
y un sitial de oro. No había ningún sarcófago. Todo se inventarió
convenientemente. Todo salvo un objeto. Una tablilla de arcilla donde aparecían
unos jeroglíficos que se había encontrado en la antecámara. Cuando se tradujo
el contenido del mensaje se borró todo rastro de la existencia de la misma y final
y misteriosamente se perdió. La traducción de la inscripción decía así:
LA MUERTE GOLPEARÁ CON
SU BIELDO A AQUEL QUE OSE PERTURBAR LA
MUERTE DEL FARAÓN
No había que hacer caso a
mensajes disuasorios de esta índole y, además, bajo ningún concepto el equipo
de trabajadores egipcios debía conocer la existencia de aquella tablilla. En
alguna ocasión las supersticiones locales habían frustrado alguna excavación en
su momento más álgido debido a malditos mensajes como este.
Tras aquella antecámara estaba la
cámara principal. Nadie sabía si allí se encontrarían los restos de aquel joven
faraón, Neb-jeperu Ra Tut-anj-Amon, que comenzando su reinado a la tierna edad
de 12 años, mantuvo el poder hasta el momento de su traumática muerte, seis
años más tarde, cuando contaba con tan solo 18.
Éste iba a ser el descubrimiento
arqueológico del siglo. Carter había reunido a un grupo multidisciplinar de
técnicos y autoridades. Arqueólogos, fotógrafos, dibujantes y especialistas en
diversas disciplinas, además de diferentes personalidades como el Ministro de
Obras Públicas egipcio, el director general y el inspector general de la
Administración de Antigüedades y el director de la sección de Egiptología del Metropolitan Museum de Nueva York. En total se reunieron en aquella experiencia
20 personas. El London Times iría a
cubrir en exclusiva el descubrimiento. Ninguno de ellos se imaginaba lo que iba
a acontecer en los tiempos inmediatamente posteriores.
El 13 de febrero de 1923 se procedía
a abrir la cámara principal. Carter y Carnarvon, a golpe de escoplo y martillo,
hicieron un pequeño agujero. Tras asomar sus cabezas solo pudieron ver una cosa
a su alrededor, oro. Eran paredes de oro las que forraban este majestuoso pero
pequeño habitáculo, de apenas 5 metros de largo por unos 3,3 de ancho. En su
interior, cuatro capillas recubiertas de oro encajadas unas dentro de otras. Y
en la más interna de aquellas capillas, un gran féretro de oro reposaba,
majestuoso, inerte, dormido. Cuando con mucha suavidad el dorado sepulcro se
abrió apareció en su interior otro féretro de dimensiones inferiores a este
primero, y dentro, otro de oro macizo. Dentro se hallaba el faraón, protegido,
aun más, con su deslumbrante máscara, también, de oro.
La gran sorpresa de los
intrépidos arqueólogos fue comprobar que los sellos de aquellos últimos féretros
estaban intactos. Nadie hasta ese mismo momento había visto lo que instantes
más tarde iban a contemplar.
Eran momentos intensos. Desde que
entraron en aquella cámara habían experimentado ambos, Carter y Carnarvon, un
extraño estado de conciencia. Una ensoñación onírica inundó, por momentos, sus
sentidos. Todas las puertas de la venerable tumba se iban abriendo hasta que al
final, tras la última puerta, salía el faraón de su sarcófago, a su encuentro…
Y allí se encontraba, más de tres
mil años después. Los restos mortales de aquel inquietante faraón estaban muy
cerca de ver la luz. El conjunto se
llevó a El Cairo. La tumba se catalogó con el código KV62.
Fueron fechas apoteósicas para
unos, terribles y dramáticas para casi todos.
A comienzos de abril de ese mismo
año, Carter, recibía la noticia de que Carnarvon había caído gravemente
enfermo. Una mañana comenzó a sentirse mal. Tenía 40 grados de fiebre y le
azotaban recurrentes escalofríos. Postrado y debilitado, no tardaría la suya en
ser la primera extraña muerte que alimentara la existencia de la intrigante Maldición del Faraón Tutankamón. No
pasaron más de quince días para que acabara por fallecer. Justo tras el momento
de su muerte, El Cairo sufrió un
completo y misterioso apagón.
Según su hermana, que allí se
encontraba por la gravedad del asunto, su hermano en los últimos momentos
desvariaba y no cesaba de nombrar a Tutankamón. Según aquélla, sus últimas
palabras fueron “He escuchado su llamada
y le sigo”.
Además, según pudo saber su hijo,
la perra foxterrier de su padre, que vivía en Inglaterra y que adoraba a su
amo, murió, repentinamente, justo a la misma hora en que lo hizo el extrovertido
Lord en Egipto.
Ese mismo año fallecía el
arqueólogo Arthur C. Mace. Él había retirado la última piedra del acceso a la
cámara principal. Nada más morir el Lord inglés, comenzó a sentir un inmenso
cansancio, constante, hasta que cayó inconsciente. Murió en el mismo hotel que
Carnarvon.
George Jay-Gould, era un
multimillonario norteamericano amigo de Carnarvon. Había volado a El Cairo para despedirse de su amigo.
Interesado por la tumba le rogó a Carter si podía mostrársela. Dicho y hecho.
Carter organizó una excursión por el Valle
de los Reyes para concluir con la exhibición de la fascinante tumba.
Al día siguiente, por la mañana,
en el hotel, sufría Jay-Gould un acceso de fiebre y al caer la noche,
misteriosamente, perecía. Los médicos, reservados en principio, manifestaron
posteriormente síntomas de muerte por peste
bubónica.
Las noticias de las muertes hicieron
correr ríos de tinta. La Maldición de
Tutankamón estaba, no solo en la conciencia, sino en boca de todos. Mientras
tanto, Carter, proseguía estudiando el yacimiento.
Otro millonario, el industrial
inglés Joel Woolf, tras visitar la tumba y embarcar hacía Inglaterra, moría de
fiebres a bordo del barco.
Un año más tarde, el radiólogo Archibald
Douglas Reed, aquel que cortara el primer trozo de venda de la momia para su
posterior examen radiológico, moriría, tras llegar a Inglaterra, de continuados
vahídos.
No sería hasta más de dos años y
medio después, en noviembre de 1925, cuando se practicara la complicada autopsia
de aquella respetable momia. Antes, mientras y después de ir quitando los
adheridos vendajes, los forenses, junto a Carter, fueron encontrando multitud
de amuletos en los más nobles y refinados materiales. Hasta un total de 143 se
hallaron. Y las conclusiones de la autopsia fueron claras. Un adolescente, sin
llegar a desarrollarse, de unos 18 años, con unos 1,67 mts. de altura y con un
fuerte traumatismo en el lado izquierdo del cráneo que le produjo un coagulo de
sangre bajo las meninges, causa evidente de su muerte.
La enigmática leyenda de la
maldición seguía fascinando y creciendo.
En muy pocos años, veintidós de
las personas que transitaron por aquella tumba faraónica habían muerto en
extrañas circunstancias, trece de las cuales habían participado activamente en
el descubrimiento.
Arqueólogos, profesores de
universidades, expertos, asistentes, iban cayendo afectados por fiebres,
embolias, vahídos…
En 1929, la viuda de Lord
Carnarvon muere por la que determinan picadura
de un insecto.
Y aquella muerte de la perrita, tras
morir su dueño en la distancia, no fue la única muerte encadenada. En ese mismo
año, 1929, fallece el que fuera secretario de Howard Carter, Richard Bathell.
Tras encontrarlo muerto en la cama por una embolia y comunicárselo a su padre
en Londres, éste se arrojó por la ventana. El coche fúnebre con los restos del
progenitor atropelló, en su recorrido al camposanto, a un niño, que engrosando
tristemente la escabrosa lista de muertos, perdió la vida.
Pero más allá de la trascendencia
que tuvo aquella concatenación de muertes naturales relacionadas con la
maldición de aquel púber faraón egipcio, que realmente fue conmovedora, quedó
el descubrimiento que supuso para la ciencia el increíble hallazgo de aquellos
restos, tan antiguos pero tan intactos, y todo aquel ajuar, y toda aquella magia
que fascinó y siempre fascinará a la Humanidad.
Carter, que no solo sobrevivió a
la maldición sino que prosiguió con su tarea de catalogación de las piezas del
yacimiento durante casi diez años, finalmente se retiró de la Arqueología dedicándose,
posteriormente, a la asesoría de museos y coleccionistas particulares.
En 1931 anunció que viajaría a Asia
Menor en busca de la tumba de Alejandro Magno. Todo un entusiasta buscador. No
llegó a embarcarse en tal empresa pero la Universidad
de Yale, ese mismo año, le concedió el título de Doctor Honoris Causa y la Real
Academia de Historia le hizo miembro
honorífico.
En 1936, a la edad de 64 años, Howard Carter fallecería, en Londres, por causas naturales, habiendo esquivado la ineludible mano de la muerte y deslegitimado, de ese modo, la Maldición de Tutankamón.
En 1962, Ezzeddin Taha, Médico
biólogo de la Universidad de El Cairo,
creyó haber descubierto la verdadera causa de las muertes que enaltecieron la
sombra del faraón Tutankamón.
A través del estudio de multitud
de casos, pues incluso antes del insigne descubrimiento no eran extrañas las
muertes prematuras de arqueólogos por circunstancias desconocidas, y a través
de la utilización del microscopio electrónico, en el Instituto de Microbiología,
parecía haber detectado diversos agentes patógenos, como el Aspergillus niger.
¿Pudieron los embalsamadores
preparar entre sus ungüentos formulas magistrales con aquellos hongos patógenos
a conciencia de que podrían causar graves daños si se producían exposiciones
futuras a los mismos? ¿Sería algún tipo
de radiación isotópica, componente de algún amuleto de los que acompañaba el féretro,
responsable de tan repentinas defunciones, como también se llegó a barajar?
Al saber que los sumos sacerdotes
eran conocedores de fórmulas y remedios naturales con plantas y raíces, me
inclinaría por pensar en el conocimiento, por éstos, de aquellos elementos del
reino fúngico nocivos para nuestro organismo, tal y como pudieron deducir en el
desarrollo ficticio que humildemente propuse sobre el embalsamamiento de Tutankamón por Eje.
No quedaron, no obstante, todas
las extrañas muertes resueltas con aquella teoría patógena del Aspergillus.
El Cairo. Egipto. Invierno de 1962.
La carretera que une El Cairo con Suez es una vía, a través del desierto, de esas por las que casi
nunca pasa nadie, pero que en esta ocasión venía siendo transitada por dos
vehículos que, aunque ordenadamente, cada cual en su carril correspondiente, se
aproximaban el uno al otro. Justo en el momento en que ambos coches procedían a
cruzarse en aquel punto de la carretera, justo en el momento en que el alcance
de los dos vehículos podía ser peligroso para ambos, uno de los automóviles
daba un volantazo a la izquierda e impactaba violentamente con el contrario,
que correctamente dirigía su marcha. Los ocupantes de este último vehículo
resultaron gravemente heridos. Los tres ocupantes del coche que había provocado
el accidente morirían en el acto. El conductor era el médico Taha y los
ocupantes dos de sus colaboradores. Según reveló la autopsia, el conductor
sufrió una embolia lo que produjo el fatídico desenlace.
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